Los objetivos de la escuela deben ser simples: que cada estudiante domine un número limitado de habilidades y áreas de conocimiento esenciales. Si bien estas habilidades y áreas reflejarán, en diversos grados, las disciplinas académicas tradicionales, el diseño del programa debe estar moldeado por los poderes y competencias intelectuales e imaginativos que los estudiantes necesitan, en lugar de por "materias" como se definen convencionalmente. Debería predominar el aforismo “menos es más”: las decisiones curriculares deberían guiarse por el objetivo de lograr un dominio y un logro exhaustivos de los estudiantes en lugar de un esfuerzo por cubrir simplemente el contenido.

La escuela debería centrarse en ayudar a los jóvenes a aprender a utilizar bien la mente. Las escuelas no deberían ser “integrales” si tal afirmación se hace a expensas del propósito intelectual central de la escuela.

Las metas de la escuela deben aplicarse a todos los estudiantes, mientras que los medios para alcanzar estas metas variarán a medida que varíen esos propios estudiantes. La práctica escolar debe adaptarse para satisfacer las necesidades de cada grupo o clase de estudiantes.

La enseñanza y el aprendizaje deben personalizarse en la mayor medida posible. Los esfuerzos deben dirigirse hacia la meta de que ningún maestro tenga responsabilidad directa con más de 20 estudiantes en el aula o con co-docentes 40 estudiantes en total.

La metáfora práctica que rige la escuela debería ser “estudiante como trabajador”, en lugar de la metáfora más familiar de “maestro como proveedor de servicios educativos”. En consecuencia, una pedagogía destacada será la de entrenar a los estudiantes para que aprendan a aprender y, por tanto, a que se enseñen a sí mismos.